Blogia
El cartapacio del alecrán

Retrato de familia / Javier Aranda Luna

La política mexicana nunca habrá de defraudarnos. Pasan los años, surgen nuevos partidos, pero los modos de la mayoría de sus actores, su tipología, permanecen. Debemos a la caricatura que viene del siglo XIX las mejores representaciones de nuestros políticos. Y de entonces a la fecha pasan los años pero, los momentos de la mejor picaresca nacional, permanecen: los leguleyos de lengua bífida, los cerdos que ceban su patrimonio con la miseria del pueblo mientras retozan en un mar de mierda, los servidores públicos que se sirven en privado con la cuchara grande, las tarántulas doctas, los murciélagos que no dejan de chupar la sangre de la patria y las cucarachas que no olvidan rincón, cocina, alcoba, confesionario en su minuciosa conquista.

Pero los caricaturistas no han sido los únicos dedicados a preservar la imagen del político mexicano. ¿Qué sería de nuestra clase política sin el fotoperiodismo, qué sin la naciente industria del video? ¿Se imagina a personajes como Roque Villanueva sin su gesto que le sobrevivirá en una instantánea, o a Bejarano sin sus bolsas y ligas inmortalizadas por el trabajo del videoasta Carlos Ahumada? ¿Qué serían nuestros políticos sin la clásica columna Por mi madre bohemios de Monsiváis que rescató, durante muchos años, la retórica pomposa, sandia y de humor involuntario de buena parte de los políticos en el poder? ¿Qué sin las crónicas de Jorge Ibargüengoitia y Salvador Novo? ¿Qué sin Las mangas del chaleco de Santos Briz?

A esa tradición de sátira despiadada, de caricatura grotesca, de esperpento que desternilla las quijadas pertenece la cinta Conejo en la luna, del director Jorge Ramírez, que se estrenará los primeros días de octubre.

Conejo en la luna es una película en la que ficción y realidad se confunden. Los esperpentos que roban y trafican de manera tan inverosímil son tan reales, que bien podrían formar parte de un reportaje sobre las redes del narcotráfico y la política de altura. ¿Le parece irreal un político dedicado a la especulación inmobiliaria? ¿Un funcionario inmiscuido en el lavado de dinero? ¿Un encargado de la seguridad relacionado en el crimen de un candidato?

El filme no es un retrato de la clase política mexicana pero podría serlo. Mejor aún: lo es en el imaginario popular. Aunque Ramírez nos aclara al final de la cinta que cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia, lo cierto es que la película recuerda, por momentos, los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu. También y, sobre todo, nos recuerda los usos y costumbres del poder caudillesco. Y allí caben las formas de tortura atribuidas a nuestro sistema policiaco y esa necesidad patológica de una parte considerable de nuestros políticos en ser reconocidos como miembros de una clase que sólo ellos logran imaginar.

Con Conejo en la luna, Ramírez muestra que el país del nunca jamás de nuestra política es una realidad cotidiana. Que sus puertas resultan lo suficientemente chaparras para garantizar que, cualquiera que desee traspasarlas, lo hará a rastras. También nos confirma que la pirámide del poder es inconcebible sin la simulación, el doble discurso, la mordida, el delirio de grandeza, el control omnípodo siempre tan vulnerable a largo plazo.

Conejo en la luna continúa esa vigorosa tradición de crítica presente en El periquillo sarniento, El hijo del ahuizote, la prosa monsivaíta o la de Ibargüengoitia. Esta película disecciona nuestra cultura política con el estilete del humor y la ironía. Sus personajes resultan monstruosos porque parecen reales; nos arrancan por momentos el aliento y, de manera constante, la carcajada.

Ignoro cuál será el futuro del cine mexicano. Sé en cambio que, a pesar del poco apoyo que recibe, goza, con películas como esta, es de muy buena salud.

Javier Aranda Luna

Tomado de La Jornada. México D.F. Miércoles 22 de septiembre de 2004

0 comentarios