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El cartapacio del alecrán

¿Anatomía o Destino? / Christian Olivier

¿Anatomía o Destino? / Christian Olivier

Si la travesía del Edipo es radicalmente diferente en un sexo y en el otro, siguiendo el itinerario de un niño hasta la edad adulta, deben encontrarse marcas específicas en cada sexo.

Importa examinar, pues, las etapas precoces de la infancia, para saber si las recorren de la misma manera los dos sexos.

¿Qué vemos a este respecto? ¿Qué sabemos? ¿Qué queda como huella en la edad adulta de este frente a frente con la madre? ¿Qué dicen de esto el hombre y la mujer cuando pueden hablar de ellos con el psicoanalista? ¿Se encuentra éste en condiciones apropiadas para reconocer en las expresiones y pensamientos del adulto la marca de esta relación primera con la madre? ¿No es él, acaso, tal vez el único que puede observar hasta qué punto la huella del Edipo está siempre presente, aunque marque de manera diferente al hombre y a la mujer? Si Freud dijo, parafraseando una expresión de Napoleón: “La anatomía es destino”, otro psicoanalista escribió recientemente: “La anatomía no es en verdad el destino. El destino proviene de lo que los hombres hacen con la anatomía” (Robert Stoller).

Si el descubrimiento principal de Freud consiste en haber probado que la sexualidad del adulto depende de la del niño, su mayor insuficiencia es la de no haberse interrogado bastante sobre la interferencia del sexo del niño con la del adulto educador.

Ya hemos visto que la anatomía de uno y otro desempeña un papel decisivo en el establecimiento de la primera relación, y sabemos que esta relación es el modelo de todas las que advendrán en la vida de un individuo. El futuro de cada uno depende, sí, de su anatomía; pero sobre todo de lo que el adulto educador (en general, la madre) hace con esta anatomía.

¿Y que es lo que esta educadora hace de modo tan diferente con un sexo y con otro? ¿Y cómo le responde el niño de su más temprana edad? Preguntas que se plantean, preguntas a responder, examinando el comportamiento de niños y niñas en las etapas más primitivas de la infancia, llamadas pregenitales.

Etapa oral y relación de objeto

Al comienzo de su existencia, el bebé parece llevar una vida vegetativa, lo más parecida posible a la vida uterina: busca ante todo llenarse y dormir. Parece no poder dormir si no está lleno; es como la continuación de su larga vida uterina, durante la cual vivió, casi siempre dormido, lleno y rodeado por el líquido amniótico por el cual se encontraba entonces bañado. Su boca entreabierta no conocía todavía el “vacío”, como tampoco lo conocía su tubo digestivo (que está probado que funciona in utero, pues el niño deglute y digiere, y después excreta al nacer el contenido de su intestino: el meconio).

Es decir que el niño, cuando nace, ignora absolutamente “el vacío” y va a tratar de paliarlo por todos los medios: succionando su mano, sorbiendo el borde de su envoltorio, no importa cómo, con tal de que haya algo en esa boca habituada al “lleno”.

Por supuesto, la ingestión de alimento parece el momento ideal en que se restablece la continuidad primitiva entre el exterior; es el momento más intenso de la vida del lactante. Pero al mismo tiempo que él mama, no puede evitar interiorizar y colmarse con todo el contexto maternal que acompaña a la lactancia. toda la “Gestalt” materna penetra en él: el olor, el calor, la tonalidad de la voz. El niño hace suyo todo lo que le viene de su madre (o de quien se ocupe de él), pues en esta época precoz de su vida, no distingue todavía su “persona” de la del “otro”. El bebé introyecta, pues, mucho más que el alimento. La prueba nos la aporta el síndrome del hospitalismo, provocado por la ausencia brusca de la educadora habitual del niño: a pesar de que a éste se le prodigan todos los cuidados que él ya conoce, el niño no “se” reconoce más, como consecuencia de haber perdido el contexto materno que le era propio. Parece haber extraviado una parte de sí mismo, y sufrir esta pérdida que aparentemente sólo es exterior.

El niño desde sus primeros meses se vuelve dependiente del amiente creado por su madre, y cómo esta madre, según sea, más o menos amorosa, más o menos deseadora, establecerá al niño como más o menos amado, más o menos deseado.

La cualidad del amor parental en esta época de la vida, generará la calidad del amor al propio yo o narcisismo, que es la base de la confianza en sí mismo y del impulso libidinal de vivir que tendrá el adulto futuro.

El comportamiento de la madre, condicionado por sus propios sentimientos inconscientes con respecto a su bebé, será el elemento inductor del comportamiento de éste. ¿Qué vemos en las madres frente a niños de sexo diferente, en esta primera etapa oral? ¿Cambia el comportamiento de la madre según el sexo del niño?

Las niñas suelen ser destetadas antes que los niños. Se les suprime el biberón a las niñas al duodécimo mes, en promedio, mientras que a los varones a los quince meses.

La mamada es más prolongada para los niños: a los dos meses, dura cuarenta y cinco minutos, contra veinticinco minutos para las niñas.

Según estas investigaciones científicas sobre el niño muy pequeño, la madre le otorgaría más beneficios al varón que a la niña. ¿Lo registra el niño? ¿Cuáles serán las respuestas de las niñas y niños frente a estas diferencias maternales?

En un grupo estudiado aparecieron trastornos de la nutrición en un 94% de las niñas (lentitud, vómitos, caprichos) y sólo un 40% entre los niños. Estos trastornos aparecieron a partir del primer mes en el 50% de las niñas, que conservaron escaso apetito hasta los 6 años; mientras que las dificultades de este tipo aparecieron tardíamente en los niños varones y se expresaron por caprichos.

Se advierte pues, que la niña parece tener algunos “altercados” precoces con su madre, en todo caso en mayor medida que el varón; y si prestamos un poco de atención, encontraremos en la vida de las mujeres, la huella de esta oralidad mal vivida desde un comienzo: la anorexia, la bulimia, los vómitos, suelen ser síntomas más femeninos que masculinos.

En el diván del psicoanalista, las expresiones de las mujeres referentes al “vacío” y al “lleno” no son menos significativas de las dificultades orales por las que tuvieron que atravesar durante la primera relación con la madre. Veamos algunos rastros que a veces se nos transmiten:

“Yo ‘me trago’, tengo la impresión de tragarme todo lo que me dice mi madre, y no puedo defenderme de ella, ni de las cosas desagradables que me dice, es terrible el mal que me hace…”

“Yo “devuelvo” todos los días; siempre he devuelto, desde que era niña, como, y enseguida voy a devolver, y entonces me siento mejor, limpia, vacío, en suma”.

“De golpe se me hace indispensable comer, cualquier cosa, no importa qué ni cómo, pero es necesario que ‘me replete’ hasta ya no poder más. Sé que después me dará vergüenza, pero mientras esté repleta, ya no me siento angustiada, me encastillo en sentirme repleta”.

“Acá en el consultorio no sé lo que digo, pero lo que sé es que me ‘alimento’, con usted tengo la impresión de ‘alimentarme’… ¿de qué? ¿de aire de esta pieza? ¿de usted?”.

“Cuando usted me habla me siento tan contenta, ‘bebo’ sus palabras, a veces me doy cuenta de que no sé lo que usted me dice, únicamente escucho el sonido de sus palabras”.

Estas son frases dichas por pacientes totalmente diferentes en cuanto a sus síntomas, su edad, su situación social. Aparentemente nada tienen en común, como no sea esa hambre dramáticamente “oral”, transpuesta de mil maneras diferentes hasta la restitución por el temor de haber ingerido algo malo. En cambio nunca encontré lo mismo en los hombres, jamás me dijeron nada parecido; al parecer, la desesperación “oral” no es cosa de ellos, pues recibieron un biberón perfecto donde el deseo servía de perfume a la leche nutricia. El hombre se situará en otra parte, en el furor “anal” por defender su persona. Ese es su lugar: la pelea.

Es así que el exceso de “vacío” y el deseo de “lleno” conducirán a la mujer a la cocina, donde reinará entre el refrigerador y el horno, pasando por el sumidero… Y allí, nadie lo dude, todo el mundo le gritará “bravo” y alabará a la señora por su oralidad. Nadie tratará de apartarla de allí; por el contrario, se le asegurará que ése es su lugar para toda la eternidad, su único reino, su gobierno seguro sobre los suyos. ¡Qué impostura, qué círculo infernal, en que las madres alimentan a familias enteras a fin de alimentar por vía indirecta a la hija hambrienta que ella fue!

Por un fenómeno de proyección, cada mujer imagina a los otros como ella, es decir: hambrientos, y se cree obligada a alimentarlos hasta la saciedad, porque ella misma es insaciable. La vida de las mujeres es una extraña cohabitación entre un interior desprovisto y vacío u un exterior magnánimo.

Parece haber entre las mujeres una confusión entre “amar” y “alimentar”. ¿De dónde pueden haber sacado esta extraña equivalencia interior? Evidentemente, del hecho de que se sintieron mal alimentadas, por haber sido mal amadas por una madre que no las deseó. El biberón, para ellas, estaba vacío, porque no tenía el gusto “del deseo”; un biberón lleno de leche pero vacío de deseo, porque lo daba una mujer del mismo sexo que la niña.

De mal alimentada a mal amada no hay más que un paso, que la mujer da sin muchos rodeos, como vemos cuando nos dice, para hablar de sus juegos nocturnos:

“Su sexo ‘me da miedo’; tengo miedo de que sea demasiado grande, esto me resulta amenazador; tengo miedo de que penetre demasiado lejos en mí y que me duela”.

“A mí me gustan los jugueteos previos, yo quisiera que todo ocurriera en la superficie, porque desde que él penetra, yo me cierro y entonces ‘me duele’”.

“Yo no puedo hacer el amor como él quiere: sin decir nada, sin ternura; yo necesito palabras, caricias, sentirme amada, ‘lo demás me importa un rábano’, eso queda para él”.

Antesala de la frigidez como rechazo que viene del “otro”, asimilado a lo que vino de una mala madre, y que aparecía como nocivo y peligroso. en todos estos casos, el sexo y su portador son vistos como fundamentalmente “dañinos”.

Frigidez oral, frecuente en las mujeres que, por no haber podido tomar a su hombre por una buena madre, transfieren a él todas sus fantasías destructivas, y no tienen otro recurso para borrar su pasado catastrófico, que emprender un análisis. Una historia puede borrar otra, pero no es sin graves dificultades que una imagen nueva podrá sustituir a la que está tan profundamente arraigada y es tan antigua.

Sin embargo, mientras no se restañe esta primera relación con la madre, no hay ninguna posibilidad de lograr éxito en una segunda con quienquiera que sea, y la heterosexualidad, extraña a la vida de la niña, seguirá siendo muchas veces ajenas a la vida de la mujer.

Entre la cuna y la noche de bodas suelen inscribirse la anorexia de la niña (negativa a comer, a llenarse) o la bulimia (necesidad excesiva de comer para evitar sentirse vacía), síntomas todos que se encuentran más específicamente en las mujeres, indicándonos en ellas una relación conflictiva con la alimentación que puede reaparecer bajo distintas formas, y que no tiene equivalente en el hombre con parecida frecuencia, ni de niño, ni de adolescente, ni de adulto.

Hacia los diez o doce meses se sitúa en los niños el comienzo de la comunicación. Esta edad sigue inmediatamente a la etapa del espejo (siete u ocho meses), en que el niño se diferencia por fin de su madre y abandona definitivamente su simbiosis con ella: descubre, al verla al mismo tiempo que él no es ella, que está solo e independiente de la madre. El niño se vuelve hacia ésta, que lo tiene en brazos, le palpa el rostro, le toca la nariz y comprende que todo eso no es de él. Nunca más el niño retornará al TODO con su madre (salvo en casos de psicosis).

Al realizarse como solo, el niño va a volverse mucho más sensible ante la ausencia de su madre o de quien se ocupa de él. Si al comienzo de su existencia el bebé gritaba por sentirse materialmente incómodo, o porque tenía hambre, a partir de la etapa del espejo aprende a llorar por la ausencia de su madre sentida como carencia. la palabra no demorará en llegar, en forma de onomatopeyas cada vez más precisas y codificadas por el medio familiar, y más tarde el niño aprenderá a significar su deseo por medio de palabras.

De ese modo, partiendo del “grito”, significación de la insatisfacción física, el niño llega rápidamente al nivel más elevado de la comunicación: el lenguaje.

Aparece aquí de nuevo una disparidad evidente entre los dos sexos, ya que la niña, a la misma edad y con la misma inteligencia, habla mucho más pronto que el varón: este hecho está considerado normal en todos los tratados que versan sobre la infancia ¿pero es tan evidente? y ¿con qué se puede vincular?

Si el llamado grito tiene por función señalar la percepción del apartamiento de la madre, y el deseo de establecer el lazo con ella, es significativo que después de haber llorado más en los primeros meses de vida, las niñas se pongan a hablar antes, testimoniando una “ausencia”, una “distancia” a franquear par volver a unirse con la madre, que no existe en el varón de la misma edad.

En efecto, el niño no siente la angustia de una soledad que no conoce, puesto que estuvo sostenido desde su nacimiento por la fantasía maternal de la integridad, que hizo de él un objeto narcisista que se siente cómodo allí donde está, tal cual es.

Por lo tanto, si la niña habla más temprano es porque no está sumergida en el mismo sentimiento de comodidad, porque no tiene a nadie que la vea como completamente ella, porque su padre no suele ser su asiduo cuidador. Habla antes porque se siente sola y quiere restablecer un lazo con la madre que no esté sentido como interior, y por lo tanto va a tener necesidad de hablarle para recibir una respuesta exterior que contrarreste su falta de imagen narcisista interior.

Así, es posible ver delinearse ya desde la infancia las diferencias que marcarán el lenguaje del hombre y de la mujer: uno, precoz, tiene por función establecer un vínculo con el otro, dejar una distancia que se siente insoportable: es el lenguaje femenino, que colma el vacío, que busca las similitudes, que persiguen el asentimiento (el cual, por provenir del padre, el ha faltado siempre a la niñita). Por algo suele decirse que las mujeres conversan exageradamente. Mientras el lenguaje masculino tardío, es la manifestación misma de la distancia que debe mantener con el otro; y suele estar desprovisto de efectividad y de angustia. El hombre se atiene a trivialidades de orden muy general y poco comprometedoras. Bien sabemos que no busca la comunicación profunda, que al parecer conoció con su madre y le sirvió para el resto de sus días… Pero volveremos más adelante sobre este importante problema de la palabra en uno y otro sexo, pues es muy necesario que se discuta, que se lo explique de otro modo que como una mera negativa de cada sexo de escuchar al otro. Por ahora, retengamos simplemente que la precocidad del lenguaje de la niña no es necesariamente sino de una evolución feliz.

Por otra parte, lo que dicen muchas mujeres es probatorio:
“Si dejo de hablar, tengo miedo de que usted descubra que no soy nada”.

“Si yo le permitiera al silencio instaurarse, ya no podría franquear la distancia entre usted y yo, y eso me da miedo”.

En cambio, entre los hombres se oye decir:

“No sé por qué estoy acá. No tengo nada qué decirle, nada que desee compartir con usted”.

“¿Cómo hacer para que ELLA no sepa? Imposible; aunque no diga nada, lo adivina. Puedo irme hasta el fin del mundo, y lo mismo sabrá todo acerca de mí. Es terrible esta habilidad que tiene para pegárseme”.

Diferencia radical entre la necesidad del hombre y la mujer: diferencia que estriba la distancia a conquistar en el caso del hombre, en unirse en el de la mujer; tal es la marca del lenguaje de Yocasta en cada uno de nosotros.

También aquí hubiera sido indispensable el padre, tanto para su hijo como para su hija, pues habría restablecido el equilibrio merced a su proximidad con la hija y a su distancia con el hijo.

Oficio de padre cuya necesidad jamás fue ecarecida, mientras que “el oficio” de madre llena las columnas de nuestros periódicos y publicaciones diversas.

Tomado de Christian Olivier. Los hijos de Yocasta. México, F.C.E., 1988.

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