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El cartapacio del alecrán

Ruido / Antonio Marín Ruiz

Ruido / Antonio Marín Ruiz Ulises sin sirenas. Así se sentía mientras se arrastraba por la vida tratando de evitar el ruido que tantos sufrimientos le hacían padecer. Los médicos más reputados no le creyeron, algún otorrino le trató de loco, pero él sabía que era cierto, la certeza de su sufrimiento era la mejor prueba. Cuando tomó la decisión de provocarse la sordera hubo de asumir que debería hacerlo por sus propios medios, y así lo hizo. El dolor fue menor del esperado, como premio pudo recuperar la paz del silencio. Pero ... el ruido había vuelto, era evidente que no podía oír, pero estaba ahí, monótono, constante, ganando en intensidad, devolviéndole a la locura.
Todo comenzó dos años atrás. Un ligero soniquete se escuchaba de fondo, una especie de deslizamiento continuo. No hizo demasiado caso los primeros días. Apenas lo percibía antes de dormir y luego desaparecía en medio de los ruidos cotidianos. Poco a poco fue creciendo en intensidad, tampoco hizo caso. Pensó en los problemas de columna y en los vértigos que ya había sufrido antes. Sin duda, se trataría de algo temporal, no merecía la pena perder un día de trabajo para ir al médico, ya pasaría.
En el transcurso de las semanas siguientes, el ruido fue ganando en intensidad, le costaba conciliar el sueño, no conseguía acostumbrarse al rumor constante de una especie de deslizamiento que iba a veces acompañado de otros sonidos más lejanos: un desagradable chisporroteo, un paño suave sobre un cristal, el deslizarse de una barquita sobre el agua estancada o el lejanísimo gigigigi de metal sobre metal.
Meses más tarde conocía ya la consulta del médico de cabecera y la de tres especialistas, sufrió las agujas de las analíticas, visitó cotidianamente la farmacia, se vio retratado en radiografías y visitó el interior del túnel del scanner del hospital universitario. Nada parecía ir mal, para su edad su cuerpo funcionaba como el mejor reloj de precisión. Sin embargo, el ruido seguía ahí y nada podía explicarlo, ni demostrar su existencia. Para entonces los sonidos, cada uno de ellos, se habían ido haciendo más intensos, dormir era todo un reto sólo posible gracias a la ingestión de somníferos. La visita al psiquiatra supuso toda una rendición sin condiciones, contraria a convicciones y a miedos profundos; y no hizo sino agravar una situación que hasta entonces supo contener. La negación del ruido o la simple sugerencia de su no existencia le condujeron a un estado de irascibilidad que nadie había conocido antes en su persona. Empezaron a creerle loco, el aislamiento se fue haciendo cada vez mayor, en el lugar de los amigos de siempre se veían ahora espacios vacíos.
Su vida, de natural solitaria, se tornó más sola aún. La baja laboral se alargó y alargó, la desocupación dejaba paso sólo a una idea fija, la de ruido. Podía distinguir el matiz de cada sonido ya insoportable, cómo variaba la composición de los ruidos presentes en cada momento a lo largo del día y cómo influían en sus cambios de carácter.
El eclipse de Luna le dio la clave del problema. Sorprendido, descubrió que mientras la Tierra se cruzaba entre el Sol y la Luna, el chapoteo de la barcaza sobre el agua del rápido se fue apagando, para volver a escucharse al final de aquella inusual conjunción astral. Ya no tenía a quién trasladar la hipótesis que cobraba fuerza en su mente: era el sonido producido por los astros más cercanos lo que escuchaba permanentemente. El continuo zumbido de fondo debía ser el de la traslación y la rotación de la Tierra, el chisporroteo diurno la actividad solar, el deslizamiento de la barcaza sobre aguas cada vez más bravas el giro de la Luna en torno a la Tierra y los pequeños sonidos metálicos el movimiento de los planetas más cercanos. Un pequeño estudio de un mapa astronómico le confirmó su teoría, ahí estaban Marte y Venus, y un poquito más lejos Júpiter, otros apenas perceptibles, debían ser planetas más lejanos.
Ideó mil y una fórmulas para demostrar que era esa la causa real de lo que otros creían locura. Se acercó con toda la esperanza a los viejos amigos, que poco a poco le fueron escuchando y aceptando que era cierto lo que decía. Paralelo a este proceso fue el de la vuelta a su ser normal en cuanto a costumbres, en todo menos en el mal, el ruido, que siguió estando ahí, aunque, a su parecer, menos insistente, menos agresivo.
La mejora fue un espejismo pasajero. El cúmulo de sonidos fue creciendo en intensidad: zum-zum-zum, chof-chof-chof, gi-gi-gi durante el día, zum-zum-zum, chap-chap-chap, gi-gi-gi durante la noche. Llegó a un punto insoportable. Conciliar el sueño se convirtió en una obsesión, las ojeras y la palidez se adueñaron de su rostro, perdió totalmente el apetito. De nada servían los tranquilizantes ni los tapones en los oídos; los sonidos, cada día más, parecían llegar a través de la solidez de su cuerpo y no a través del aire. No había nada que hacer. En un estadío de loca desesperación, previo a la total locura, decidió privarse de uno de sus sentidos: el oído. Los otorrinos negaron tal posibilidad, los cirujanos se negaron a intervenir.
Era lo único que podía hacer, eso o el suicidio ... y la cordura, aún no del todo perdida, cerraba la puerta a esta última posibilidad. Situó un pequeño punzón de punta roma en el interior de cada oído, a un grito apretó enérgicamente a ambos lados. Cuando recobró el conocimiento constató que apenas había sangrado, pudo moverse sin dificultad, el dolor era agudo, pero aún más fuerte era la sensación de paz. No podía escuchar nada. El silencio de la más plácida de las noches lo envolvía, lo llenaba todo. Pudo dormir.
No sin dificultades, se adaptó a la sordera en pocos meses. Aprovechó el tiempo libre de la baja laboral y la recuperada paz para estudiar con detalle el recuerdo de cada sonido y su correlato con el mundo del cosmos. Llegó así a alguna conclusión que resultó de verdadero interés para grupos marginales de la vida política y religiosa. El más llamativo, quizá, fue el ejercicio de demostración de la existencia de las esferas fijas en el camino hacia la práctica demostración tangible de la centralidad de la Tierra en un Cosmos ptolemaico. La realidad de una Tierra Centro del Universo, el Sol, la Luna y los Planetas girando en su entorno y el fondo eterno e inmóvil de las esferas fijas resumían, con ligeros matices, lo que había constituido su experiencia sensible durante dos años de obsesiva detestada escucha. No pudo entender, en un primer momento, que el relato de los resultados de su investigación diese lugar a un creciente movimiento de solidaridad en forma de invitaciones para contar su experiencia, e incluso de donativos para que continuara con su labor.
No fue necesario que pusiera coto a tanto desatino cuando alcanzó a darse cuenta de que era utilizado para fines que poco o nada tenían que ver con el sentido de su esfuerzo: explicar a otros y explicarse a sí las razones de su sufrida experiencia. El ruido había vuelto. Esquivó el sentido del oído y se infiltró a través de los otros sentidos: el olfato presentaba el olor a quemado del chisporroteante Sol y sugería su sonido; la Luna olía a agua salina y sugería el oleaje marino; el tacto de la comida sonaba a Venus y el de todo lo inorgánico a Marte, a Júpiter, a Saturno; las estrellas fijas eran gotas de lluvia sobre un cristal. La visión de cada punto de luz revelaba el movimiento de la Tierra y los ruidos que le acompañan; el entendimiento, sentido en cada célula de su cuerpo, mostraba un todo de armónica aparente desarmonía de ruidos reales.
Pocos se extrañaron por el fatal desenlace de tan largo proceso de enloquecimiento. En su tumba puede leerse:

En la vida,
somos ruido;
en la muerte,
busco el silencio de los astros.

Ulises sin sirenas. Así se sentía mientras se arrastraba por la vida tratando de evitar el ruido que tantos sufrimientos le hacían padecer. Los médicos más reputados no le creyeron, algún otorrino le trató de loco, pero él sabía que era cierto, la certeza de su sufrimiento era la mejor prueba. Cuando tomó la decisión de provocarse la sordera hubo de asumir que debería hacerlo por sus propios medios, y así lo hizo. El dolor fue menor del esperado, como premio pudo recuperar la paz del silencio. Pero ... el ruido había vuelto, era evidente que no podía oír, pero estaba ahí, monótono, constante, ganando en intensidad, devolviéndole a la locura.
Todo comenzó dos años atrás. Un ligero soniquete se escuchaba de fondo, una especie de deslizamiento continuo. No hizo demasiado caso los primeros días. Apenas lo percibía antes de dormir y luego desaparecía en medio de los ruidos cotidianos. Poco a poco fue creciendo en intensidad, tampoco hizo caso. Pensó en los problemas de columna y en los vértigos que ya había sufrido antes. Sin duda, se trataría de algo temporal, no merecía la pena perder un día de trabajo para ir al médico, ya pasaría.
En el transcurso de las semanas siguientes, el ruido fue ganando en intensidad, le costaba conciliar el sueño, no conseguía acostumbrarse al rumor constante de una especie de deslizamiento que iba a veces acompañado de otros sonidos más lejanos: un desagradable chisporroteo, un paño suave sobre un cristal, el deslizarse de una barquita sobre el agua estancada o el lejanísimo gigigigi de metal sobre metal.
Meses más tarde conocía ya la consulta del médico de cabecera y la de tres especialistas, sufrió las agujas de las analíticas, visitó cotidianamente la farmacia, se vio retratado en radiografías y visitó el interior del túnel del scanner del hospital universitario. Nada parecía ir mal, para su edad su cuerpo funcionaba como el mejor reloj de precisión. Sin embargo, el ruido seguía ahí y nada podía explicarlo, ni demostrar su existencia. Para entonces los sonidos, cada uno de ellos, se habían ido haciendo más intensos, dormir era todo un reto sólo posible gracias a la ingestión de somníferos. La visita al psiquiatra supuso toda una rendición sin condiciones, contraria a convicciones y a miedos profundos; y no hizo sino agravar una situación que hasta entonces supo contener. La negación del ruido o la simple sugerencia de su no existencia le condujeron a un estado de irascibilidad que nadie había conocido antes en su persona. Empezaron a creerle loco, el aislamiento se fue haciendo cada vez mayor, en el lugar de los amigos de siempre se veían ahora espacios vacíos.
Su vida, de natural solitaria, se tornó más sola aún. La baja laboral se alargó y alargó, la desocupación dejaba paso sólo a una idea fija, la de ruido. Podía distinguir el matiz de cada sonido ya insoportable, cómo variaba la composición de los ruidos presentes en cada momento a lo largo del día y cómo influían en sus cambios de carácter.
El eclipse de Luna le dio la clave del problema. Sorprendido, descubrió que mientras la Tierra se cruzaba entre el Sol y la Luna, el chapoteo de la barcaza sobre el agua del rápido se fue apagando, para volver a escucharse al final de aquella inusual conjunción astral. Ya no tenía a quién trasladar la hipótesis que cobraba fuerza en su mente: era el sonido producido por los astros más cercanos lo que escuchaba permanentemente. El continuo zumbido de fondo debía ser el de la traslación y la rotación de la Tierra, el chisporroteo diurno la actividad solar, el deslizamiento de la barcaza sobre aguas cada vez más bravas el giro de la Luna en torno a la Tierra y los pequeños sonidos metálicos el movimiento de los planetas más cercanos. Un pequeño estudio de un mapa astronómico le confirmó su teoría, ahí estaban Marte y Venus, y un poquito más lejos Júpiter, otros apenas perceptibles, debían ser planetas más lejanos.
Ideó mil y una fórmulas para demostrar que era esa la causa real de lo que otros creían locura. Se acercó con toda la esperanza a los viejos amigos, que poco a poco le fueron escuchando y aceptando que era cierto lo que decía. Paralelo a este proceso fue el de la vuelta a su ser normal en cuanto a costumbres, en todo menos en el mal, el ruido, que siguió estando ahí, aunque, a su parecer, menos insistente, menos agresivo.
La mejora fue un espejismo pasajero. El cúmulo de sonidos fue creciendo en intensidad: zum-zum-zum, chof-chof-chof, gi-gi-gi durante el día, zum-zum-zum, chap-chap-chap, gi-gi-gi durante la noche. Llegó a un punto insoportable. Conciliar el sueño se convirtió en una obsesión, las ojeras y la palidez se adueñaron de su rostro, perdió totalmente el apetito. De nada servían los tranquilizantes ni los tapones en los oídos; los sonidos, cada día más, parecían llegar a través de la solidez de su cuerpo y no a través del aire. No había nada que hacer. En un estadío de loca desesperación, previo a la total locura, decidió privarse de uno de sus sentidos: el oído. Los otorrinos negaron tal posibilidad, los cirujanos se negaron a intervenir.
Era lo único que podía hacer, eso o el suicidio ... y la cordura, aún no del todo perdida, cerraba la puerta a esta última posibilidad. Situó un pequeño punzón de punta roma en el interior de cada oído, a un grito apretó enérgicamente a ambos lados. Cuando recobró el conocimiento constató que apenas había sangrado, pudo moverse sin dificultad, el dolor era agudo, pero aún más fuerte era la sensación de paz. No podía escuchar nada. El silencio de la más plácida de las noches lo envolvía, lo llenaba todo. Pudo dormir.
No sin dificultades, se adaptó a la sordera en pocos meses. Aprovechó el tiempo libre de la baja laboral y la recuperada paz para estudiar con detalle el recuerdo de cada sonido y su correlato con el mundo del cosmos. Llegó así a alguna conclusión que resultó de verdadero interés para grupos marginales de la vida política y religiosa. El más llamativo, quizá, fue el ejercicio de demostración de la existencia de las esferas fijas en el camino hacia la práctica demostración tangible de la centralidad de la Tierra en un Cosmos ptolemaico. La realidad de una Tierra Centro del Universo, el Sol, la Luna y los Planetas girando en su entorno y el fondo eterno e inmóvil de las esferas fijas resumían, con ligeros matices, lo que había constituido su experiencia sensible durante dos años de obsesiva detestada escucha. No pudo entender, en un primer momento, que el relato de los resultados de su investigación diese lugar a un creciente movimiento de solidaridad en forma de invitaciones para contar su experiencia, e incluso de donativos para que continuara con su labor.
No fue necesario que pusiera coto a tanto desatino cuando alcanzó a darse cuenta de que era utilizado para fines que poco o nada tenían que ver con el sentido de su esfuerzo: explicar a otros y explicarse a sí las razones de su sufrida experiencia. El ruido había vuelto. Esquivó el sentido del oído y se infiltró a través de los otros sentidos: el olfato presentaba el olor a quemado del chisporroteante Sol y sugería su sonido; la Luna olía a agua salina y sugería el oleaje marino; el tacto de la comida sonaba a Venus y el de todo lo inorgánico a Marte, a Júpiter, a Saturno; las estrellas fijas eran gotas de lluvia sobre un cristal. La visión de cada punto de luz revelaba el movimiento de la Tierra y los ruidos que le acompañan; el entendimiento, sentido en cada célula de su cuerpo, mostraba un todo de armónica aparente desarmonía de ruidos reales.
Pocos se extrañaron por el fatal desenlace de tan largo proceso de enloquecimiento. En su tumba puede leerse:

En la vida,
somos ruido;
en la muerte,
busco el silencio de los astros.

(Jaén)

1 comentario

antonio marin ruiz -

lo debe de dar el nombre.
yo estoy casi igual