La mujer y el zorro / Marcela Chacón
Tenía el puño cerrado apretando un papel. El piso de cemento se le venía encima. Sólo veía la punta de sus zapatos negros, rápido, primero uno, luego el otro. El piso ahí: una ráfaga uniforme y gris.
Queridos:
No quiero ya dañarlos. Como siempre, la casualidad depara encuentros que trastocan y al mismo tiempo dan afluencia a lo conocido. Me encuentro completamente sobria y tranquila, es más, las cosas ahora han caído en el fondo. Yo no sé cuánto tiempo permaneceré así. Prometo que intenté sustraerme.
Ha hecho lo imposible por permanecer, por impregnarme de cicatrices. Todo perfectamente meditado, sintiendo sin temores y en cada uno de sus poros la pertenencia evasiva y miedosa de mi cuerpo.
Él tranquilo, con la calma que proporciona la conciencia del éxito.
Vez con vez intenté oponer nuevas y más sofisticadas resistencias. Un día llegué a ausentarme, a no dejar rastro alguno soportando el escozor en el vientre, la urgencia. Llegó, se presentó como si la noche anterior hubiésemos estrechado nuestro abrazo hasta el sueño.
Como lo saben, o quizá ni lo han notado, sin darme cuenta se ha ido apoderando de la sonrisa de ustedes. Los niños de la familia esperan su llegada para mecerse en su regazo y sin decir mucho pone una nota clara donde la confusión se reúne. Yo misma me he encontrado también sorprendida en la musicalidad de su paso. De pronto el café lo he empezado a tomar sin azúcar o, por ejemplo, la satisfacción de trabajar para algo, así, me ha empezado a parecer bochornosa; en cambio, he notado –no sin esfuerzo- que prefiero contemplar la calle desde mi ventana y mirar los ocho invisibles puntos chicos y dos grandes que deja un gato en su camino, o adivinar cuál será el siguiente coche rojo que pase por la esquina. Aún así, no soporto todavía la idea de pasearme por la transparencia luminosa de la noche. Finalmente eso es lo que temo: no me le parezco.
Y bien, además me percato de cómo al dejarme levantada en las mañanas (cuando perdura el aroma del café y rozo con mi camisón sus pasos en la alfombra) quedo sin medida, no más chica o grande, simple y llanamente sin medida, con la cabeza llena de espuma y aire.
Deseo entonces sumergirme en la cama, oler de nuevo las sábanas y cerrar los ojos. Soporto el día hasta que escucho cómo introduce y gira la llave en la chapa. No importa si tenía yo que ir al banco o incluso pagar la renta. Esperarlo. Para despertar.
Debo aclarar que él no ha pedido nada. Así sería fácil negárselo, ejercer verbalmente mi poder con velocidad vertiginosa. No puedo.
No espero con ansia. No hay esmero en el brillo que pueda querer desear en su mirada. Llega como absoluto, no es explicable.
Él me ve y no sonríe, como los zorros que apuntan sus preferencias con el húmedo hocico.
Lo sé, digo tonterías pero deben intentar comprenderme. He encontrado en mi cuerpo sitios para mí desconocidos, recónditos agujeros que desplaza hasta su propio cuerpo, y es ahí a donde me doy cuenta que pertenecen y cobran vida.
Lo he decidido ya y –vuelvo a insistir– él no ha pedido nada. Desaparezco. Es posible que duden de mi felicidad. No lo hagan.
Les quiero.
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Cynthia -